Inicio > Historia Contemporánea, Libros > HOBSBAWM, E.; La Era de la Revolución. 1789-1848; Barcelona, Crítica, 2001.

HOBSBAWM, E.; La Era de la Revolución. 1789-1848; Barcelona, Crítica, 2001.


1. El Mundo en 1780-1790.  

 

El mundo, en estos momentos, era más pequeño pero, a la vez, más grande que el mundo que nosotros conocemos hoy. Esto tiene una explicación, y es que podemos decir que era más pequeño porque se desconocía la existencia de muchos territorios. Por el contrario, podemos afirmar que el mundo era más grande porque existía una gran cantidad de dificultades en el desarrollo de las comunicaciones entre las distintas regiones del mundo (conocidas, claro).

Fundamentalmente, lo más destacado de este mundo de 1780-90 es su eminente carácter Rural y, es que, el “problema agrario” en 1789 es fundamental (para comprender el desarrollo de la revolución industrial que explicaremos en el apartado 2) por que la tierra y su renta eran la única fuente de ingresos y el eje del problema reside en la relación entre los Cultivadores de la tierra (los que producen su riqueza) y los Poseedores de la misma (los que acumulan su riqueza).

 

Las relaciones de la propiedad agraria pueden llegar a dividir Europa en tres grandes zonas como serían:

 

Oeste de Europa (Colonias Ultramarinas, exceptuando las 13 colonias norteamericanas). En esta zona, el cultivador típico suele ser el indio que trabaja en calidad de labrador forzado o virtual siervo o el negro en calidad de esclavo. El arrendatario es menos frecuente. En general, podemos decir que nos encontramos con un cultivador NO libre o sometido a una coacción política. Por su parte, el terrateniente será el propietario de un vasto territorio casi feudal.

De esta zona podemos destacar que las zonas de plantaciones de esclavos desarrollaban una economía basada en la obtención de productos de exportación como el azúcar, el tabaco, el café o los colorantes. Lo más destacado con respecto a este último punto será que el periodo entre 1780 y 1790 se caracterizará por una decadencia del Azúcar frente a la preponderancia del Algodón.

 

Este de Europa occidental (fronteras occidentales de las actuales República Checa y Eslovaquia). Podemos definir esta zona como una “Región de Servidumbre Agraria” (a la que pertenecerán la Italia al sur de la Toscana y la España meridional) y donde encontraremos algunos cultivadores técnicamente libres pero donde, por lo general, el cultivador típico tiene una condición NO libre constituyéndose como un siervo dedicado (la mayor parte de la semana) a tareas forzosas en las tierras del señor. La economía de esta región será clasificada como “dependiente” de Europa occidental tanto en alimentos como en materias primas.

Concretamente, en las zonas de Italia y España podemos ver una serie de zonas de grandes propiedades de la nobleza (Sicilia y Andalucía) y otra serie de zonas controladas por hidalgos rurales (abundantes, pobres y descontentos).

 

Resto de Europa. La categoría de “caballero” irá siempre unida a la propiedad de la tierra y, por tanto, el orden feudal seguirá aún vivo políticamente aunque cada vez más anticuado en el ámbito económico.

Desde este punto de vista económico, la sociedad rural occidental era diferente debido a que el campesino perderá mucho de su antigua condición de siervo a finales de la Edad Media y los feudos característicos habrían pasado de ser una unidad de explotación a un sistema de percibir rentas y otros ingresos en dinero.

No obstante, solo unas pocas comarcas darían el paso para impulsar el desarrollo agrario hacia una agricultura puramente capitalista: Inglaterra. La gran propiedad estaba muy concentrada pero el típico cultivador era un comerciante de tipo medio, un granjero-arrendatario (debemos contar con una serie de pequeños propietarios pululando por el plano económico). En un momento dado, la situación cambiará hacia una clase de empresarios agrícolas y un gran proletariado agrario.

No hay que olvidar que la agricultura europea era aún (con algunas excepciones) Tradicional e Ineficiente, se cultivaba trigo, centeno, cebada y avena. Asimismo, la alimentación europea puede describirse como regional aunque, no obstante, algunos productos procedentes de América lograron impulsar algo la economía como es el caso del azúcar y las patatas.

Dentro del sector capitalista del mundo agrícola (comercio y manufacturas), la principal forma de expansión de la producción industrial fue denominada “sistema doméstico” y consistiría en que un mercader compra todos los productos del artesano o del trabajo no agrícola del campesino para venderlo en los grandes mercados. El simple crecimiento de este tráfico creará las rudimentarias condiciones para un Temprano Capitalismo Industrial (cuya base será la descentralización de la producción).

En este sentido, las actividades de comercio y manufactura florecerán brillantemente llegando a deber Inglaterra su poderío a su progreso económico en estos campos. Y es que, hacia 1780, todos los países que aspiraban a una política racional fomentaban el desarrollo económico basado en el desarrollo industrial.

 

La Ilustración debió su fuerza al evidente progreso de la producción y el comercio, y al racionalismo económico y científico. Sus “paladines” fueron las clases más progresistas económicamente: los círculos mercantiles, los financieros, los fabricantes, los empresarios.

Dos centros fundamentales de la ideología ilustrada fueron, curiosamente, también el centro de una doble revolución. Nos referimos a las grandes Francia e Inglaterra cuyo pensamiento ilustrado estaba dominado por el individualismo secular, racionalista y progresivo.

Muchos ilustrados consideraron irrefutable que la sociedad libre sería una sociedad capitalista y es que el orden social que nacería de las actividades de las clases intermedias (Ilustrados) sería un orden Burgués y capitalista. No obstante, hay que tener en cuenta que un príncipe necesitaba de una clase media y de sus ideas para modernizar su régimen y, a su vez, una clase media débil necesitaba un príncipe para abatir la resistencia al progreso de los intereses aristocráticos y clericales tan sólidamente atrincherados en la sociedad (el mejor ejemplo de esto lo constituye Enrique VIII de Inglaterra).

Al mismo tiempo y, por el contrario, las monarquías absolutas dependían de las clases altas y difícilmente podían desear una total transformación económica y social exigida por el progreso de la economía y por los grupos sociales ascendentes. En esta situación se observará el latente conflicto entre las fuerzas de la vieja sociedad y la nueva sociedad burguesa y que no podía resolverse en países con estructuras políticas de Antiguo Régimen sino en zonas donde el elemento burgués había triunfado (Inglaterra).

 

2. La Revolución Industrial

 

Las repercusiones de esta revolución no se harían sentir inequívocamente hasta no antes de 1830/1840 y solo en 1830, la literatura y el arte empezaron a sentirse atraídas por la ascensión de la sociedad capitalista.

Hasta 1840, el proletariado y el comunismo no se ponen en marcha sobre el continente europeo. El mismo nombre de Revolución industrial reflejará su impacto relativamente tardío sobre Europa (aunque la “cosa” existía en Inglaterra antes que el nombre); término inventado hacia 1820 por los socialistas ingleses y franceses por analogía al proceso político francés.

 

La expresión “estalló la Revolución Industrial” quiere decir que, un día entre 1780 y 1790 y, por primera vez en la historia humana, se liberó de sus cadenas al poder productivo de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de una constante, rápida y hasta el presente ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios.

En la década de 1780, los índices estadísticos toman el súbito, intenso y casi vertical impulso ascendente que caracteriza al “take off” y podríamos preguntarnos si las transformaciones económicas fueron lo bastante lejos como para establecer una economía industrializada capaz de producir todo cuanto desea, dentro del alcance de las técnicas disponibles, una “madura economía industrial”:

 

Parece claro que, incluso antes de la Revolución, Gran Bretaña iba ya muy por delante de su principal competidora potencial en cuanto a producción per capita y comercio. Sin embargo, el adelanto británico, curiosamente, no se debía a su superioridad científica o técnica.

 

“Un puñado de terratenientes de mentalidad comercial monopolizaba casi la tierra, que era cultivada por arrendatarios que a su vez empleaban a gentes sin tierras o propietarios de pequeñísimas parcelas. Muchos residuos de la antigua economía aldeana subsistían todavía para ser barridos por las Enclosure Acts (1760-1830) y transacciones privadas, pero difícilmente se puede hablar de un “campesinado británico” en el mismo sentido en que se habla de un campesinado francés, alemán o ruso. Los arrendamientos rústicos eran numerosísimos y los productos de las granjas dominaban los mercados. […] La agricultura estaba, pues, preparada par cumplir sus tres funciones fundamentales en una era de industrialización: aumentar la producción y la productividad para alimentar a una población no agraria en rápido y creciente aumento; proporcionar un vasto y ascendente cupo de potenciales reclutas para las ciudades y las industrias, y suministrar un mecanismo para la acumulación de capital utilizable por los sectores más modernos de la economía. (Otras dos funciones eran probablemente menos importantes en Gran Bretaña: la de crear un mercado suficientemente amplio entre la población agraria y la de proporcionar un excedente para la exportación que ayudase a las importaciones de capital)”.

 

Las primeras manifestaciones de la Revolución industrial ocurrieron en una situación histórica especial, en la que el crecimiento económico surgía de las decisiones entrecruzadas de innumerables empresarios privados e inversores, regidos por el principal imperativo de la época: comprar en el mercado más barato para vender en el más caro. Dado que ya se habían puesto los principales cimientos sociales de una sociedad industrial (como había ocurrido en la Inglaterra de finales del s. XVIII), se requerían dos cosas: primero, una industria que ya ofrecía excepcionales retribuciones para el fabricante que pudiera aumentar rápidamente su producción total, si era menester, con innovaciones razonablemente baratas y sencillas, y segundo, un mercado mundial ampliamente monopolizado por la producción de una sola nación.

Una vez que Gran Bretaña empezó a industrializarse, otros países empezaron a disfrutar de los beneficios de la rápida expansión económica estimulada por la vanguardia de la Revolución industrial. Gran Bretaña tenía una economía lo bastante fuerte y un Estado lo bastante agresivo para apoderarse de los mercados de sus competidores. En efecto, las guerras de 1793-1815, eliminaron virtualmente a todos los rivales en el mundo extra-europeo, con la excepción de los jóvenes Estados Unidos. Además, Gran Bretaña poseía una industria admirablemente equipada para acaudillar la Revolución industrial en las circunstancias capitalistas, y una coyuntura económica que se lo permitía: la industria algodonera y la expansión colonial.

Más baratos que la lana, el algodón y las mezclas de algodón no tardaron en obtener en Inglaterra un mercado modesto pero beneficioso. Pero sus mayores posibilidades para una rápida expansión estaban en ultramar. Durante este periodo (1790-1848), la esclavitud y el algodón marcharon juntos. Entre 1750 y 1769, la exportación de algodones británicos aumentó más de diez veces.

 

En términos mercantiles, la Revolución industrial puede considerarse, salvo en unos cuantos años iniciales, hacia 1780-1790, como el triunfo del mercado exterior sobre el interior: en 1814 Inglaterra exportaba cuatro yardas de tela de algodón por cada tres consumidas en ella. Y dentro de esta marea de exportaciones, la importancia mayor la adquirirían los mercados coloniales o semicoloniales que la metrópoli tenía en el exterior.

 

No obstante, esta bonanza económica experimentada a nivel general por las potencias europeas y, en particular, por Gran Bretaña, no se salvaría de sufrir problemas de crecimiento como los acontecidos en la década de 1830-1840. Estos primeros tropiezos de la economía industrial capitalista se reflejaron en una marcada lentitud en el crecimiento y quizá incluso en una disminución de la renta nacional británica en dicho periodo (esta crisis no fue un fenómeno puramente inglés).

Sus más graves consecuencias fueron sociales: la transición a la nueva economía creó miseria y descontento, materiales primordiales de la revolución social. Y, en efecto, la revolución social estalló en la forma de levantamientos espontáneos de los pobres en las zonas urbanas e industriales, y dio origen a las revoluciones de 1848 en el continente y al vasto movimiento cartista en Inglaterra. La explotación del trabajo que mantenía las rentas del obrero a un nivel de subsistencia, permitiendo a los ricos acumular los beneficios que financiaban la industrialización y aumentar sus comodidades, suscitaba el antagonismo del proletariado.

Los mayores costes de producción habían aumentar los precios de los productos y, como solución, se optaría por mecanizar y racionalizar la producción para conseguir un aumento de ésta y de sus ventas.

 

Es evidente que ninguna economía industrial puede desenvolverse más allá de cierto punto hasta que posee una adecuada capacidad de bienes de producción. Por esto, todavía hoy el índice más seguro del poderío industrial de un país es la cantidad de su producción de hierro y acero. No obstante, para el periodo del que nos ocupamos, la minería era principalmente la del carbón. El carbón tenía la ventaja de ser no solo la mayor fuente de poderío industrial del s. XIX, sino también el más importante combustible doméstico. El crecimiento de las ciudades había hecho que la explotación de las minas de carbón se extendiera rápidamente desde el s. XVI. A principios del s. XVIII, era sustancialmente una primitiva industria moderna. De ahí que la industria carbonífera apenas necesitara o experimentara una gran revolución técnica en el periodo al que nos referimos. Esta gran industria, era lo suficientemente amplia para estimular la invención básica que iba a transformar a las principales industrias de mercancías: el Ferrocarril. El coste de los transportes por tierra de mercancías voluminosas era tan alto, que resultaba fácil convencer a los propietarios de minas carboníferas en el interior de que la utilización de esos rápidos medios de transporte sería enormemente ventajosa para ellos.

Apenas se demostró en Inglaterra que era factible y útil (1825-1830), se hicieron proyectos para construirlo en casi todo el mundo occidental. Sin duda, su capacidad para abrir caminos hacia países antes separados del comercio mundial por el alto precio de los transportes, el gran aumento en la velocidad y el volumen de las comunicaciones terrestres, tanto para personas como para mercancías, iban a ser a la larga de la mayor importancia.

  1. julcecam
    May 6, 2011 a las 7:41 am

    muy bueno el informe completogracias

  1. No trackbacks yet.

Deja un comentario