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Jesús. 3000 años antes de Cristo
La fe mueve montañas, pero la fe en quién. Al contrario que el resto de los animales, la evolución de antrópodos a homínidos permitió el desarrollo de ciertas zonas cerebrales diferentes a las vinculadas con las funciones sensoriales. Así, en un estadio diferente de conocimiento, desligado en parte del mundo material, el ser humano pudo abstraerse y reflexionar, entre otras cosas, sobre sí mismo. No es difícil percatarse de que con una actividad neuronal tan desarrollada pronto sintiera inquietud hacia los temas que aún hoy día denominamos “universales”: la madre naturaleza, con sus desastres y manifestaciones más sublimes, la regeneración de los cultivos, pero también el movimiento de los astros, así como el amor. No obstante, una duda por encima de las demás inquietaba a nuestros antecesores: el misterio de la muerte. Los homínidos, posiblemente desde homo erectus (enlace supra), eran conscientes de que, al igual que los miembros más ancianos de la tribu, el grupo o la ciudad, su vida expiraría llegado el momento… ¿pero por qué?, ¿había vida después de la muerte?, y de haberla ¿qué nos encontraríamos?. El efecto más destacable derivado de estas dudas fueron la fe y las creencias religiosas.
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