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Análisis al testamento de Isabel la Católica, por Luis Suárez Fernández. Ideas más importantes subrayadas.


   A pesar de que en clase con Salazar ya desentrañamos este texto, he buscado por internet un análisis fiel al propio testamento y qué mejor que el realizado por la mano de uno de sus mayores expertos. Luis Suárez es una autoridad en la temática bajo medieval, especialmente en lo referente al  conflicto nobiliar en el siglo XV, campo en el que expuso sus mejores ideas (hoy debatidas). No obstante, hace ya años publicó sendas biografías de los RR.CC. En este caso analiza los errores confesados por la reina (y los ocultados) y hace una relación prosaica que resume la intencionalidad de dicho documento. El primero de los párrafos (lo he creado artificialmente a propósito) se centra mayoritariamente en aspectos de forma. Los de fondo, que son, acaso, los más interesantes para nuestra causa, son tratados en la parte subsiguiente. Espero que os ayude en algo. Un abrazo a todos los allegados.

 

 

 

 

 

Análisis del Testamento de Isabel la Católica
Luis SUÁREZ FERNÁNDEZ

 

 

     Siguiendo las instrucciones de la Reina, el original de su Testamento fue depositado en Guadalupe; otro ejemplar permaneció en el archivo Real y fue llevado luego a Simancas. Los historiadores están de acuerdo en destacar su calidad. Pero la relectura del documento exige tener en cuenta las circunstancias en que fue redactado, tan distintas de las de hoy. Isabel, de fe católica profunda, era consciente de que se hallaba próxima a «aquel terrible día del juicio y estrecha examinación», «más terrible para los poderosos » que para las gentes sencillas. Daba, pues, una cuenta cabal de su existencia, de lo que a su juicio había hecho bien y de lo que había hecho mal. Afrontó este desafío sin sucumbir a ninguna de las dos frecuentes tentaciones: no dijo que no tuviera que arrepentirse de muchas cosas; tampoco rehuyó responsabilidades en cuanto a los actos de su reinado. En otras palabras, el Testamento reconoce que había habido aciertos y errores y, desde ellos, ordenaba rectificaciones e impartía mandatos. No estaba pensando en lograr aplausos de la posteridad, sino en hacer un examen de conciencia, válido también para quienes la rodeaban.
     Conviene que expliquemos con claridad qué es y significa un Testamento real en las postrimerías del siglo XV, cuando se dibuja, en las Monarquías europeas, la primera forma de Estado. Quien lo dicta y firma no lo hace en calidad de persona privada, sino desde el «poderío real absoluto» que le pertenece. La palabra «absoluto» puede inducir a error: no quiere decir que sea arbitrario, sino que no depende de otro superior, es decir, que no es relativo». Cuando el rey dispone desde ese «poderío» está ejerciendo su potestad legislativa. El Testamento es ley, y ley fundamental. Quede entendido que la invocación a Dios —«en el nombre de Dios, etc.»— también indica la existencia de un límite, y muy claro, al ejercicio de la mencionada potestad: ningún mandato es legítimo cuando contradice la ley moral de que la Iglesia es custodia.
Ultima voluntad, expresada bajo la cobertura del poderío real, se refería a lo que es privativo de la Corona o, lo que es lo mismo, a la función de Cuadernos de Historia Moderna.  Como la sucesión del trono estaba regulada por la costumbre, acorde en general con la doctrina jurídica de las Partidas, pero no por ninguna ley expresa. De ahí que se necesitara expresar en el Testamento la línea dc sucesión establecida. El mandato testamentario obliga de forma tal que en la cláusula X del que ahora examinamos se dispone una averiguación respecto a lo que estuviera aún sin cumplir en el Testamento de Juan II. Lo primero era poner esto en regla.
Redactó el Testamento, al dictado de la Reina, el secretario Gaspar de Crido, hombre de confianza que conocía muchas cosas reservadas y secretas; ella lo firmó el 12 de octubre de 1504, doce años exactamente a partir del día del Descubrimiento de las islas. No parece probable que haya intención en esta coincidencia, pues Isabel murió antes de que se tuviera conciencia de la importancia del hallazgo: en el texto «las islas y tierra firme de la mar Océana y las islas de Canarias» se mencionan como si formasen una unidad indisoluble. En cambio, es seguro que Isabel estaba ya convencida de la inevitabilidad de su muerte próxima. El 26 de septiembre Fernando había dictado al mismo Gaspar de Gricio una carta «secretísima» para sus hijos, Juana y Felipe, diciéndoles que apresuraran el viaje pues la muerte era cierta. Y el 3 de octubre la propia Isabel dictó otra para que se dijera a los conventos que por ella rezaran que dejasen de pedir su salud para suplicar por la salvación de su alma.

Ante todo había que regular la cuestión sucesoria. Muertos los hijos mayores, Isabel y Juan, malogrados los hijos de ambos, Juana se encontraba en primera línea. Todo el mundo sabía que las cosas en el matrimonio de ésta con Felipe de Habsburgo andaban mal, pero sólo la reina y sus consejeros íntimos tenía constancia de que la princesa de Asturias estaba loca. Los embajadores, Matienzo, Fuensalida, Garcilaso, habían disimulado la verdad por motivos piadosos indudablemente erróneos, pero cuando los príncipes, en 1502, hicieron un viaje a España, la Reina hizo por sí misma el descubrimiento: ella, hija de loca, no podía engañarse porque eran evidentemente madre de loca. Asimismo, Felipe demostró que no sentía por su esposa y por los reinos de ésta el menor aprecio: lo único que quería era el poder desbancando a su padre Maximiliano y a su suegro Fernando para entregarse a una política de acercamiento a  rancia, que, en momentos de guerra como aquéllos, lindaba la traición. En una noche de noviembre dc 1503, hacía menos de un año, Isabel había tenido que trasladarse a la Mota, en aquella misma ciudad de Medina del Campo donde ahora agonizaba, porque, presa de un ataque, la princesa trataba de salir al campo, casi sin ropa, con tal desvarío que «con más trabajo y prisa, y haciendo mayores jornadas de las que para mi salud convenía», fue forzoso realizar tal viaje. Y entonces Juana le habló con «palabras de tanto desacato» que «sí no viera la disposición en que ella estaba yo no las sufriera de ninguna manera».
Juana había vuelto a Flandes, organizando peleas en público con las amantes de su marido, mostrando desvaríos frecuentes, pero no continuados.
Además, vinieron noticias de los embajadores, absolutamente fidedignas. Análisis del Testamento de Isabel la Católica, acerca de una maniobra que Felipe preparaba para lograr de su esposa una transmisión completa de poderes y facultades. En los últimos meses de vida Isabel barajó dos clases de soluciones, y de ellas tenemos constancia por consultas al Consejo: una, la de designar sucesor a Fernando, y después a sus hijos o nietos; la otra, de pasar los derechos de Juana a uno de los hijos de ésta, preferentemente el segundo, actuando el rey como regente.
Se ofreció a Felipe la entrega de Nápoles a cambio de esto, pero él se negó.
De ahí la decisión final del Testamento. Juana sería «reina verdadera y señora natural, reconociéndose a Felipe  nicamente los honores y dignidad que le correspondían «como su marido». Habría un rey consorte. Además, todos los oficios, cargos y dignidades laicos o eclesiásticos se reservaban para los naturales del país; esto significaba que los españoles iban a ser gobernados por españoles y no por extranjeros (capítulo reclamado por las Comunidades). Y el «trato y provecho» de las Islas, Tierra Firme de la mar Oceana y Canarias, sc reservaba como monopolio a los «reinos de Castilla y León’. No se estaba eliminando a los moradores de la Corona de Aragón, que tenían reconocido desde 1478 a estos efectos la equiparación con los castellanos, sino a la Casa de Habsburgo y a sus servidores, de cuya concupiscencia tenían pruebas bastante sobradas.
En definitiva, el Testamento se precavía contra la aparición de un rey de extraño país y extraño lenguaje, pues ésta no debía significar la entrega del reino a una administración extranjera.
La comparación subliminal entre Felipe y Fernando era una verdadera obra maestra en el arte de la retórica: se decía todo sin uso de palabras.
Pero el propósito no es difícil de adivinar. Los méritos de Fernando, sus excelencias y extraordinaria capacidad humana no tenían comparación. Así pues, tras explicar el asunto del trato y provecho de las Indias y de evitar que fueran a parar a bolsillos flamencos, la Reina ordenaba a sus súbditos que aunque Granada, las Islas, Tierra Firme y Canarias fuesen, por bula legítima, entregadas a Castilla, teniendo en cuenta «tan grandes y señalados servicios» como Fernando prestara en su adquisición, reconociesen al rey de Aragón la mitad de estas rentas. De modo que aun en el caso de que Juana pudiera gobernar, lo que ella no creía, la posición económica y política del Rey Católico quedaba suficientemente reforzada.
Un regalo lleno de intención como lo era la mención del nieto. No de Carlos, al que no se nombra, sino de Fernando, nacido en Castilla con nombre castellano: de las rentas reales se detraían dos millones de maravedís para montar su casa. Se trataba de lograr de este niño, que apenas berreaba en la cuna, una vinculación con la tierra de su  nacimiento que le indujera a permanecer en ella (aunque luego tomó la corona austríaca y no España). La meta prevista era que Fernando, el Rey, siguiera conservando el protagonismo, en nombre de la hija, como lo tuviera en nombre de la esposa. El Testamento es un mensaje de amor conyugal, aquel que se desarrolla sobre el eje dimensional de los deberes, el apoyo recíproco, la convivencia respetuosa. Dejando aparte almibaradas leyendas, Fernando e Isabel se casaron por razones políticas y fue el suyo un matrimonio de pura conveniencia en el sentido más noble de la palabra. Pero al tiempo, al hacer del matrimonio una dimensión de cumplimiento religioso, pasando por encima de circunstanciales infidelidades del marido, ambos se comprendieron y, al comprenderse, se amaron. Los historiadores tenemos que perder el miedo a ciertas palabras. Al acercarse el momento de su muerte, Isabel tuvo la conciencia de que una de sus mayores fortunas había sido poder contar con tal marido.
Mientras Isabel agonizaba, el comendador Fuensalida, embajador en Flandes, iba desvelando la traína de un plan de Felipe para obligar a Juana a firmar el documento que le transmitía todos los poderes, algo a lo que ella firmemente se negó. El 23 de noviembre un correo especial trajo una terrible carta que, me parece. no fue dada ya a conocer a la Reina. El mismo día firmaba ésta un codicilo que era la respuesta a las intrigas borgoñonas.
Cuando Juana no estuviese en los reinos o «estando en ellos no quiera (caso del documento solicitado por Felipe) o no pueda (caso de incapacitación formal) atender en la gobernación», de ésta se haría cargo Fernando. Para que no hubiera duda se añadió que así lo habían solicitado las Cortes de Toledo, Madrid y Alcalá en los años inmediatamente anteriores, y así lo habían aprobado prelados y grandes reunidos en Consejo. Desde el punto de vista del codicilo y sus disposiciones no cabe duda de que Felipe cometió después con ayuda de nobles y prelados una usurpación de funciones.
Con independencia de esta previsión, Isabel ordenaba a Juana y su marido que mostrasen obediencia y honor a Fernando porque el «excelente rey» era su padre y estaba «dotado y ungido de tales y tantas virtudes», así como de «mucha experiencia, lo que le convertía en la más útil persona. Al disponer su enterramiento en Granada —su Granada— encargó que también, en su momento, se llevase allí el cuerpo del marido “para que el ayuntamiento que tuvimos viviendo y en nuestras almas.., en el cielo lo tengan”, según «espero en la misericordia de Dios». Encima una losa sencilla con sus nombres, sin escultura alguna, para que los visitantes supiesen que se hallaban en la presencia humilde y descarnada de una majestad que, llegada a su fin, rendía cuentas a Dios. Este deseo no sería respetado. Primero, Carlos V decidió que se hiciese el mausoleo que ahora conocemos. Después, los soldados de Napoleón abrieron las tumbas, y al no hallar otros tesoros que ceniza, polvo y nada, las aventaron.
En la determinación del orden sucesorio hay un detalle que parece debe ser destacado: primero estaban los hijos de Juana, pero si faltaban éstos pasa el derecho a María, la reina de Portugal, y en su defecto a Catalina. Pero María era más joven que Catalina y, por tanto, no se seguía el orden correcto. Es indudable que María tuvo un trato de privilegio: aunque con la dote recibida las infantas brindaban un finiquito de sus posibles derechos sobre el patrimonio real, a ésta se autorizó a retener una renta anual de cuatro millones de maravedís en Sevilla.
La mayor parte del Testamento se dedica a expresar una seria profesión de fe, con las consecuencias que de ésta se derivan. Alejandro VI había otorgado título de Católicos a los Reyes no corno un adorno honorífico, sino con la conciencia de que, desde su convicción absoluta de la divinidad de Cristo y de la integridad de la Iglesia en su fe, iban a asumir un compromiso: el de hacer realidad una Monarquía católica en todos sus dominios.
Es significativo que no haya mención alguna de los judíos, lo que revela que no consideraba la expulsión como un error ni como una injusticia. En cambio, sí aparece la Inquisición; pero envuelta en el mandato de «que siempre favorezcan mucho las cosas de la Santa Inquisición contra la herética pravedad ». Esta frase en cuestión no tiene desperdicio: revela la conciencia de que la Reina no se consideraba creadora del Santo Oficio que pertenecía a la Iglesia, pero sí en cambio que la acción inquisitorial era buena y tenía que ser favorecida. Hay, también, conciencia de que para la sociedad cristiana es la «herética pravedad» el más grave y más peligroso de los crímenes.
En varias ocasiones, escribiendo a su confesor fray Hernando de Talavera, Isabel confió a la pluma una especie de reflexión profunda: siendo la vida humana tránsito temporal hacia la eternidad los reyes deben acordarse de que han de morir» y de que el juicio que Dios va a pronunciar sobre ellos es más severo que sobre el común de los mortales. Desde este punto de vista el oficio real es apenas un revestimiento de la persona y debe vivirse, bajo la forma de deber impuesto, con obediencia y sometimiento a la fe. En ciertas ocasiones dijo que si hubiera tenido la más leve duda acerca de su derecho al trono, ni un instante habría persistido en defenderlo. La mención del Símbolo de Nicea, los dogmas y sacramentos de la Iglesia, implica una sumisión y reconocimiento de aquélla. No quiere decir esto que ella y su marido se dejasen gobernar por el clero, ni siquiera por el Papa. Pontífice, obispos, clérigos y religiosos tenían un deber paralelo, concurrente a veces con el de ellos, de promover y defender la fe católica.
Así, por ejemplo, el Testamento ordena que todos los beneficios eclesiásticos estén ocupados por naturales del reino porque «son mejor regidos y gobernados» y porque de este modo se eliminaba el absentismo, lacra de la Iglesia en aquellos tiempos. Añadía otra razón: sin la esperanza de beneficios pocos alumnos tendrían las Universidades. En cuanto a ella misma quiso ser enterrada con hábito franciscano y señaló por su patronos especiales —una especie de albaceas testamentarios en el Cielo— a San Francisco, San Jerónimo y Santo Domingo. A partir de estos datos podemos descubrir un aspecto muy esencial de su dimensión religiosa: no se conformaba con ser persona laica sirviendo a Dios en un oficio temporal; quería compartir los beneficios de una profesión religiosa.
Siendo todavía muy joven, recibió de fray Martín de Córdoba un libro escrito por ella, El jardan de las nobles doncellas, que contenía todo un programa de vida religiosa. Un poco después, Isabel pidió a fray Fernando de Talavera que repitiese para ella la instrucción moral que había dado a sus monjes y a otros de la misma Orden. Al parecer con gran eficacia, el fraile trató de resistirse alegando que lo que es bueno para religiosos no lo es para seglares, pero acabó cediendo y redactando para ella un opúsculo, de nueve capítulos, acerca de la vida de perfección. Andando el tiempo, Isabel fue recibida como una especie de hermana laica en Guadalupe, donde llegó a disponer de una pequeña celda, sobre la iglesia, para sus retiros.
Guadalupe es nombre que reaparece en México; hay en nuestros días cierto empeño en demostrar que nada de común hay entre las dos devociones homónimas, pero hemos de convenir que resulta un tanto extraño.
El Testamento se inserta en esa línea de conducta que consiste en «aparejarse a bien morir»: quería, de alguna manera hacer la autodefensa de un alma, presentando como méritos la preocupación por la justicia, el repudio de la esclavitud y la persecución de herejes que había provocado la expulsión de judíos y musulmanes. El simbolismo del águila también aparece aquí explicado: el águila es el evangelista San Juan, y en 1475 la Reina había reclamado de Talavera ser iniciada en los «muy altos misterios y secretos» que Jesús había comunicado al discípulo amado; la obra Loores del bienaventurado San Juan Evangelista es hoy perfectamente conocida. Así se explica la frase: «señaladamente el muy bienaventurado San Juan Evangelista, amado discípulo de Nuestro Señor Jesucristo y águila caudal y esmerada, a quien sus muy altos misterios y secretos muy altamente reveló, y por su hijo especial a su muy gloriosa Madre dio al tiempo de su Santa Pasión, encomendando muy conveniblemente la Virgen al virgen; al cual santo apóstol evangelista yo tengo por mi abogado especial en esta presente vida y así lo espera tener en la hora de mi muerte y en aquel muy terrible día del Juicio y estrecha examinación, más terrible contra los poderosos, cuando mi alma será presentada ante la silla y trono real del Juez Soberano, muy justo y muy igual, que según nuestros  merecimientos a todos nos ha de juzgar».
Sabiendo, pues, que estaba a punto de comparecer ante el Tribunal de Dios, Isabel preparó un pliego de descargos que se mueve en dos líneas paralelas: la que se refiere a su conducta pública como reina y la que atañe a su persona privada, pero una y otra en cuanto católica. Muy cuidadosamente limitó el lujo en las honras fúnebres, que habrían de serle tributadas disponiendo que se repartiese a los pobres el dinero que de otro modo se gastaría.

 

(MUY IMPORTANTE) Impuso a sus sucesores con mucho rigor la obligación de devolver las deudas aún no restituidas. Conocemos por los inventarios de Gonzalo de Baeza y Sancho de Paredes cómo se cumplió este mandato. Y entrando en este capítulo, la Reina reconoció tres errores o deficiencias que necesitaban ser corregidas:

*no estaban aún amortizadas las plazas «acrecentadas» en los concejos, con gasto inútil para las ciudades;

*todavía se habían otorgado mercedes indebidas en detrimento del patrimonio real;

*y no se había conseguido del todo el finiquito de la deuda pública.   

 

Tres objetivos que los nuevos gobernantes deberían poner en primer término, relacionados con toda la cuestión de los «juros».
Sin embargo, la reina declaró que entre las mercedes indebidas no debían incluirse la creación del marquesado de Moya ni los beneficios otorgados a sus titulares, el converso Andrés Cabrera y su mujer Beatriz de Bobadilla, porque se trataba de remuneración justa para servicios muy extraordinarios que prestaran. Tampoco aquellas mercedes que se hicieran  obispados al no poder restituir los fondos que obtuvieran para la guerra de Granada; es claro que se trataba en estos casos de sustituir una forma de pago por otra. Hay menciones, Burgos, Toledo, Santiago. Palencia, que demostraban el rigor de su conciencia: que en justicia se fallase los derechos que los obispos pudieran tener sobre castillos o jurisdicción, y, en todo caso, pagarlos.
Diametralmente opuestas son las previsiones acerca del marquesado de  Villena y de la plaza fuerte de Gibraltar: aquí todo, según la opinión de la reina, se había cumplido, y nada había que restituir. La Reina temía que el joven marqués, a pesar de las muestras de consideración y confianza que había recibido —incluyendo el mando supremo sobre el ejército en un momento de la guerra de Granada— aprovechase el cambio de reinado para establecer el antiguo poder de su padre y, como así sucedió, para volver a situar los bandos como estaban antes de la guerra civil.

En cuanto a Gibraltar, la frase «que siempre tengan en la Corona la dicha ciudad.., y no la den ni enajenen ni consientan dar ni enajenar cosa alguna de ella» ha dado origen a curiosas elucubraciones premonitorias de lo sucedido en 1704. No es nada de eso. Llave del Estrecho, el duque de Medina Sidonia había aprovechado la guerra civil en 1467 para conseguir de Enrique IV una cesión como señorío. Desde el primer momento los Reyes habían programado el retorno de Cádiz al patrimonio real como mercado del Atlántico y también de Gibraltar como vigilia del Estrecho. En 1493 compraron al Marqués de Cádiz esta ciudad pagando por ella un buen precio. La mala administración de los duques de Medina Sidonia que habían arruinado Gibraltar facilitó las cosas y en 1502 Gibraltar volvió al realengo, pagando por ella la indemnización correspondiente y rechazando la legitimidad de la cesión efectuada por Enrique IV. Así, Isabel declaró que «la restitución y reincorporación fue justa y jurídicamente hecha». Esto, y no otra cosa, es lo que dice el Testamento.


Cinco fueron los mandatos expresos de Isabel a sus inmediatos sucesores:
a) conservación y defensa de la Fe católica «hasta poner las personas y vidas y lo que tuvieren, cada que fuere menester»;
b) obediencia a los mandamientos y demás leyes morales de la Iglesia, siendo sus protectores;
c) conquista de Africa haciendo la guerra a los infieles;

d) favorecer a la «Santa Inquisición contra la herética pravedad»;
y e) conservar los privilegios, franquicias, mercedes, libertades y buenos usos a iglesias, monasterios, señores, ciudades, villas y lugares del reino.

 

No era concebida la defensa de la Iglesia como una simple protección a sus privilegios ni menos a los intereses coyunturales de los Papas, sino de su doctrina, de su acción pastoral y de todo el profundo legado que ella custodiaba.
El capítulo más importante por las grandes consecuencias que de él se derivaron figura en el Codicilo, no en el Testamento, y es el que reconoce en los habitantes de las islas y Tierra Firme recién descubiertas la condición de súbditos y, con ella, los derechos naturales humanos de vida, propiedad y libertad. Para comprenderla es imprescindible penetrar en sus antecedentes. La existencia de habitantes en las islas del Atlántico a los que no había llegado conocimiento del cristianismo, judaísmo e Islam, se conocía desde mediados del siglo XIV. Hubo entonces discusión acerca de si debían ser reconocidos como seres plenamente humanos o si, al no asistirles del todo el auxilio de la Redención, podían ser reducidos a esclavitud. Las corrientes tomistas en que se apoyó el Papa, y que fueron dominantes en la Iglesia española, insistieron en que debían ser considerados como hombres de modo que había que reconocer en ellos derechos mínimos correspondientes a toda clase de gentes. Al mismo tiempo, se planteó la cuestión del derecho de ocupación sobre las islas que se descubrían. Desde 1347, sin que se interrumpieran después las decisiones del mismo tipo, la Iglesia afirmó dos cosas: que sólo ella podía conceder legitimidad a la ocupación, haciéndola desde luego dependiente de la voluntad de evangelizar; y es que a los indígenas debían reconocerse derechos naturales humanos.
La ocupación de Canarias y la primera instalación en territorio americano se hicieron dentro de estas perspectivas. Isabel impidió con gran energía que se quebrantara la prohibición de reducir a la esclavitud a los antiguos habitantes, castigando incluso a personas tan allegadas a ella como la hija de Beatriz de Bobadilla y Cristóbal Colón. Los religiosos se encargaban en caso necesario de recordar la obligación. Pero pasemos al texto del Codicilio: «Al tiempo que nos fueron concedidas por la Sede Apostólica ——en esto apoyaba el título de legitimidad— las Islas y Tierra Firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, que nos lo concedió, fue de procurar inducir y traer los pueblos de ellas y convertirlos a nuestra Santa Fe católica», y también de «enviar a las dichas Islas y Tierra Firme prelados, religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios para instruir los vecinos y moradores de ellas en la Fe Católica y enseñarlos y adoctrinarlos en las buenas costumbres poniendo en ello la diligencia debida, según más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene». «Por ende suplico al Rey… y encargo y mando a la dicha Princesa mi hija y al dicho Príncipe su marido, que así lo hagan y cumplan y que éste sea su principal fin y que en ello pongan mucha diligencia y no consientan ni den lugar: — que los indios vecinos y moradores de las dichas Islas y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, sino que manden que sean bien y justamente tratados; — y (que) si algún agravio han recibido, que lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna lo que por las letras apostólicas nos es infundido e mandado».
Las expresiones son suficientemente claras: al referirse a los indios con las mismas palabras que se dirigían a los habitantes de Castilla, «vecinos y moradores» se estaba reconociendo la legitimidad de las comunidades locales que ya tenían establecidas. La garantía en persona y bienes apuntaba a los dos derechos naturales básicos de libertad y propiedad según el sentir de los teólogos de la época.

 

 

Algunos detalles sirven para cerrar esta exposición. En el desprendimiento final de los bienes materiales, tras devolver a los Príncipes las joyas que éstos le regalaran y distribuir las reliquias que poseía entre Segovia y Granada, las ciudades que eran principio y fin de su reinado, ordenó, según dijimos, que se vendieran sus bienes muebles. Pero hizo una salvedad: que Fernando escogiera las joyas y otras cosas que quisiere porque «viéndolas pueda tener más continua memoria del singular amor que a su señoría siempre tuve». Envío de amor que tiene su respuesta. En la carta que el 26 de noviembre dictó, dando cuenta de la muerte de la Reina, Fernando incluyó estas palabras: «su muerte es, para mí, el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir» y el dolor de ella y lo que perdí yo y perdieron estos reinos me atraviesa las entrañas».

¿Por qué no hemos de hablar también de sentimientos los historiadores?

  1. pilar
    septiembre 17, 2012 a las 10:31 pm

    buenísimo artículo

  2. abril 26, 2013 a las 7:44 pm

    I have read so many content concerning the blogger lovers but this piece of writing is genuinely a good
    paragraph, keep it up.

  3. María Cristina Benítez Hernández
    noviembre 11, 2014 a las 11:21 pm

    Tengo duda en el párrafo que dice que María es la hija de Juana I de Castilla la mas joven, yo he leído en el libro de Juana La Loca, La Cautiva de Tordesillas escrito por Manuel Fernández Alvarez que Catalina fue la hija póstuma de Juana y Felipe el Hermoso, por tanto la menor.

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